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Anticipando la fatalidad

Ya sabéis que acumulo talentos de dudosa rentabilidad. Soy muy bueno, por ejemplo, anticipando la fatalidad. La intuyo, la huelo, la veo venir de lejos. Descubro el peligro con antelación, cuando los demás aún disfrutan de la aparente calma.Seguir leyendo….

Ya sabéis que acumulo talentos de dudosa rentabilidad. Soy muy bueno, por ejemplo, anticipando la fatalidad. La intuyo, la huelo, la veo venir de lejos. Descubro el peligro con antelación, cuando los demás aún disfrutan de la aparente calma.

Hace unos años, mi hija fue de excursión al Bioparc y a mi mujer no se le ocurrió otra cosa que ponerle una gorra con forma de avestruz. Evidentemente, y con máxima educación, apunté que quizá no fuera la mejor opción: cabía la posibilidad de que alguno de los animales del Bioparc se confundiera, pensara que mi hija fuera en realidad una auténtica avestruz y la atacara. Traté de explicarlo con los mejores argumentos, pero nadie me hizo caso. Se rieron de mí, incluso, y lo dejé correr, aunque puedo asegurar que no estuve del todo tranquilo hasta que recogí a mi hija de vuelta en el colegio, por la tarde, bajó del autobús y comprobé que conservaba la cabeza.

En el fútbol, estas visiones predesgraciadas cristalizan en un miedo constante. Veo antes que nadie cómo me puede castigar el partido. Veo el peligro mientras los demás bailan. A menudo no entiendo el alborozo prematuro de la grada. ¿Acaso no ven que el resultado pasea por el alambre? ¿Acaso no ven que si cruje una sola pieza se desmorona toda la semana? En millones de partidos millones de equipos regatean millones de accidentes insospechados. Vuelven a nacer sin saber lo cerca que la muerte ha pasado. Tampoco quiero amargar a los demás, así que todo esto lo sufro callado.

Por si fuera poco, el fútbol de hoy ha aliñado esta ¿absurda? característica. Ahora soy muy bueno previendo posibles infracciones que conllevan la anulación de un gol con el videoarbitraje. Ocurre en casi todos los partidos: vislumbro una falta fronteriza que pasa inadvertida, pero que a mí me amarga el deseo de gol, avanza la jugada, crece la ilusión en el estadio y llego a desear que quede en nada, solo por no aguantar una revisión del VAR (qué pereza y qué tensión). Llego a desear que mi futbolista chute fuera, gane un saque de banda o rasque un córner como mal menor.

Este mecanismo cerebral se ha acentuado en mí con el paso de los años. Cada temporada valoro más al futbolista que me representa. Quizá de joven me representaban los mediapuntitas zurdos y talentosos, con el pelo revuelto, la genialidad dispersa y el aire despreocupado. Ahora me representan los que mantienen la tranquilidad mientras sus compañeros celebran un gol con la cara desencajada, y se aseguran de que el rival no pueda sacar de centro hasta que estén todos en su sitio, bien ordenados, no vaya a ser que saquen rápido y nos pillen con la euforia descolocados. Ahora me representan los que siempre cumplen con el esfuerzo defensivo extra, los que vigilan por detrás de la jugada porque están pensando en cómo reaccionar a la pérdida de balón de un compañero, los que compiten teniendo en mente el ‘por si acaso’.

Porque el fútbol se decide en los por si acasos.

Los que no dejarían que sus hijos fueran al Bioparc disfrazados de gacelas, a ver los leones. Esos me representan y de esos en mi equipo quiero unos cuantos. 

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