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Adivinación de Buenafuente, por Juan Cruz Ruiz

La primera parte de este partido que el Barça le ganó por cuatro goles a uno a su rival más encarnizado, después de los rivales de la capital del Reino, tuvo dos fases. En una de ellas, la segunda, los que veíamos la contienda como un paso de baile del equipo local empezamos a sentir que el futuro era tan oscuro…

Lewandowski y Fermín, durante el triunfo del Barça frente al Girona en Montjuïc.

Lewandowski y Fermín, durante el triunfo del Barça frente al Girona en Montjuïc. / Alberto Estévez / Efe

La primera parte de este partido que el Barça le ganó por cuatro goles a uno a su rival más encarnizado, después de los rivales de la capital del Reino, tuvo dos fases. En una de ellas, la segunda, los que veíamos la contienda como un paso de baile del equipo local empezamos a sentir que el futuro era tan oscuro como el alma de la derrota

Este cronista había apostado que esta vez el Girona se iría del campo provisional del Barcelona con una ristra de goles, cinco en concreto. 5-1, eso dije. Y lo cierto fue que el equipo hizo una primera parte extraordinaria, fuera de lo común incluso en su más reciente trayectoria, la que representa la mejor del equipo en muchos años, los que vienen desde que el Bayern de Múnich nos ganó por ocho goles en la Copa de Europa. 

Parecía tan claro que esa geometría perfecta, que fueron los primeros 45 minutos, tendría en la segunda parte una recompensa formidable que bajé el sonido del transistor como si fuera a escuchar una sinfonía. Lamine nos sacó de dudas y posibilitó un gol que parecía sacado del aire que no cesa en el impresionante dibujo de sus capacidades. 

El baile de mi corazón

Esa era, me pareció, una explicación de la temporada: sosiego y calidad. Iba a ser una apuesta avalada por el sentido de la geometría, un atrevimiento estético con el que el Barça iba a ganar fácilmente. Y no, Girona es mucho Girona, así que arrasó con un empate. Mi corazón hizo un baile triste. Pero una excelente cabriola del mejor delantero de la historia reciente acabó con aquel modo de sufrir que el Barça ya tiene ensayado de antiguo. 

Cuando el empate parecía un león al cuello había venido en mi auxilio el ánimo de un amigo muy querido, y muy escuchado, Andreu Buenafuente, al que había visto sentado en una de las localidades del estadio, hablando y mirando, que es su manera de ser: hablar y mirar. Él me escribió, en un mensaje: «3-1. Ya verás». Y me quedé a verlo. 

El equipo había sido la expresión de una geometría sin tacha, hasta que en la segunda parte se estropeó esa alegría. El empate me dejó los ojos como hielos, hasta que en sucesivas jugadas extraordinarias el más estético y el más oportuno, es decir, Lewandowski, De Jong y Ferran complementaron aquel gol que el mejor de todos (este domingo y casi siempre), Lamine Yamal, había puesto en lo alto de su alegría. 4-1. Ufff, mis nervios.

No llegaron al cinco, pero desde el principio fueron mejores, y cuando no fueron mejores, o no tan buenos, fueron eficaces, conscientes de que perder ahora un partido era como regalarle al enemigo la lección de geometría que, en este tiempo, el Barça se impone aprobar cada vez que saca de centro.

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